Sentía la cabeza pesada, no por la música tan alta del bar, sino porque llevaba unos días así. Mejor dicho, varios, muchos días. Nada le agradaba (aunque pareciese lo contrario), veía y observaba decenas de películas, pero todas le parecían iguales. Buenas, pero nada que mereciese la eternidad.
Ya no leía. Nada, ni una sola línea.
La universidad no le interesaba lo más mínimo. Por este orden: la carrera en sí, los profesores y casi todos los alumnos se podían ir al quinto infierno. Y quedarse ahí toda la eternidad. El pensaba que no se necesitaba un título universitario para ser alguien en la vida, y el lo era.
Había conocido a mucha gente, visto muchas cosas, sufrido por otras tantas, mirado muchos ojos y probado muchos dulces labios.
Además de todo eso, era bueno, era guapo (atractivo, sería el epíteto perfecto y su mejor calificativo físico), muy culto, divertido, jóven. Joven, cerca de los 30, pero joven.
El mayor fallo que tenía ante el era la apatía. Su vida pasaba a través de sus ojos como esos planos de serie B a cámara lenta. Fugaces y pausados.
La música del bar seguía sonando, lo sabía porque no escuchaba a la chica que le hablaba a medio metro de distancia. Tampoco le importaba, la mujer de su vida se había ido. Ni juntando todo lo bueno del mundo se podría hacer una ella.
Le dió un sorbo a su copa, un sorbo grande muy parecido al de los alcohólicos apurando hasta la última gota de un whiskie cualquiera.
Se fué del local dejando que las palabras salieran de la boca de la chica, pero ya no iban dirigidas a el. No se despidió de sus amigos. Lo único que siguen diciendo los testigos es que se fué con una gran sonrisa.
Nunca se le volvió a ver más.
Ya ni siquiera se acuerdan de su sonrisa.
domingo, 14 de noviembre de 2010
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