Voy caminando por la calle, sé que estoy caminando porque las luces se mueven hacia mi y siento el pesado movimiento de mi cuerpo y mis manos golpenado contra mi cuerpo.
Creo que llevo vestido algo elegante. Qué porque lo sé. Porqué había quedado con ella. Lo que no me acuerdo, lo único, es si fui a no. Me fijo en una manga de mi americana: es carmín. Carmín rojo y emborronado que cubre mi muñeca derecha, es decir, en la parte derecha de mi traje.
Así que es verdad llegué a la cita, no sé el cómo, sé el porqué: una última mirada a sus ojos, ya sabía que me iba a dejar. No la culpo de nada. Hasta yo me considero un desastre. Eso sí, voy a romper una lanza a mi favor. Nadie me entiende o lo que sería normal: no me doy a entender y nadie me quiere entender. Y cuando encuentro algo parecido a eso hago lo imposible para que me deje. Menudo campeón estoy hecho. En mi mente, mientras voy caminando por la calle, me compara con algún gran boxeador que baja a los infiernos después de ser el rey de los cielos. Y esbozo una sonrisa. Una sonrisa triste y amarga, como una gota de limón en una herida supurante.
Sigo caminando, conozco esta ciudad como la palma de mi mano, pero hoy es para mí como una amante esquiva. Irreal, celosa, me rechaza y casi siento como me escupe a la cara. Solo siento desolación al verle ahí en su pedestal sin siquiera sentir que estoy esperando solo un abrazo. En fin, queridos amigos, el eterno retorno y esos cuentos chinos. Cuando quiero a una mujer, la hago escapar. Soy un gran repelente.
Ya ni me acuerdo cuanto tiempo llevo por la ciudad, por sus calles. Tengo ganas de una copa, una buena copa, que no me va a ayudar a nada. Pero me centrará. Al menos, eso es lo que pienso yo.
Al final del camino por donde voy sin rumbo fijo escucho música, algo parecido al jazz, por lo menos por el sonido de la trompeta y un acompañamiento cálido que me hace estremecer. Ahí me sentiré seguro.
Me encamino hacia el local. Unas estrambóticas luces de neón me advierten el peligroso nombre, El Gato Negro. No creo en la mala suerte ni en esas chorradas y hoy no me puede ir peor. Así que entro.
Paso el umbral de la puerta y me siento como en casa.
No habrá más de diez o doce personas, parecen todas salidas del disco ese de Los Beatles, si compañeros, el de los corazones solitarios. Es un buen nombre para un mugriento motel de carretera. Por lo menos a mi me gusta.
Veo una mesa vacía a mi izquierda. Acogedora, cálida, como estar en los fuertes brazos de un padre o en el regazo de una bondadosa madre. Me dirijo hacia ella.
En mi mente solo se ve un vaso de whiskie, ya lo puedo saborear. Ese líquido ambarino bajando por mi garganta y dándome esa sensación de calidez y felicidad artificial que tanto me gustan.
La camarera llega a mi mesa contoneándose. Izquierda, derecha, parece una leona, pero se mueve como una gacela. Al menos, eso es lo que me parece a mí.
Se acerca aún más a mi. Estamos frente a frente, me pregunta que quiero beber. Y respondo: un gin-tonic. Lo sé, la malta que quería. Pero creo que el sabor seco y áspero de la ginebra me ayudará más. Además, siempre hay tiempo para saborear un buen whiskie. Y yo ya lo hice en mi mente.
Un gin-tonic. Algo con clase para un sitio con clase. Algo duro para un sitio duro.
Un trío estaba tocando viejos clásicos de jazz y otras cosas como blues, todo de la vieja escuela. Cómo sabe de bien una buena copa regada con buena música. Es algo telúrico, tántrico, onírico... todo eso junto en una coctelera de sensaciones.
Las bebidas siguen llegando, y ya empiezo a estar borracho. Miro hacia la camarera, esta hablando con un tío que tiene pinta de mafioso pero de talla pequeña, una especie de Joe Pesci. Aunque intimida igual. Y yo con mi borrachera más. Mucho más. Tengo que ver menos cosas sobre la mafia. Creo que podría ser una nota mental. Cómo querer flirtear con la camarera.
Pero bueno, sería sólo un placebo al lado de lo que acabo de perder hace, no sé, aproximadamente unas horas.
Era única, y no única como el primer amor o cómo un amor de instituto. Unica de verdad, irrepetible, formidable, casi perfecta. Y lo mejor de todo amigos, es que era mía. Pero claro, mi vida es una continua partida de cartas contra las mujeres y acaban desplumándome. Eso sí, por arriesgar todo tanto, por querer llevarlo todo hasta límites insospechables.
Pero, ¿qué es una vida si no se vive hasta exprimirle todo el jugo?
Simplemente, no es una vida.
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