martes, 24 de septiembre de 2013

El ausente

Se sienta en la mesa con unas ganas dignas de un rey al querer gobernar. Hay cuatro sillas blancas, cuatro servicios de comida, cada uno con un plato llano, un tenedor, un vaso y una blanca servilleta. Pero en esta ocasión solo hay tres personas a la mesa.
Nuestro protagonista que ronda los setenta años de vida, un joven adulto, y una mujer dulce y buena que irradia luz allá por donde pasa.
El cuarto factor está en su habitación soñando despierto, porque despierto es cuando más nítidos ve sus sueños. Sueños como los de cualquier otro.
Casi siempre las comidas son agradables, copiosas y divertidas. Como deberían ser todas las comidas en este lugar mal llamado mundo.
Pero algunos días, los menos, son un suplicio digno de cualquier drama mal escrito de película de sábado por la tarde.
Nuestro protagonista, pongamos que se llama el señor Limón, pregunta dónde está esa otra persona que ha dejado desierto su sitio.
La mujer que irradia luz le responde que está comiendo fruta en su habitación. Y aunque al señor Limón no le gusta mucha la respuesta, ya que hace un gesto de disgusto, pero pronto cambia de rictus y sigue con su comida.
La señora luminosa hace de intermediario en está tensa y conflictiva relación y la persona que no está en esos momentos ante la mesa de lo agradece profusamente, él ya sabe que a ella también le cuesta responder a esas preguntas sin sentido, a esos silencios incómodos, pero al contrario que el ausente ella sabe leer la vida como un escriba milenario del Antiguo Egipto.
El ausente sigue con sus pensamientos un poco más, con sus aventuras mentales, y con sus placeres metafísicos.
El ausente vaga por mundo de luz y donde lo imposible es lo más factible por vivir.
Y, como siempre, le reza a la señora luminosa para que esté con el toda la vida.

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