El señor solitario llega a la fuente solo. En una insultante soledad se sienta en un húmedo banco de piedra coronado por musgo reciente a causa de la lluvia caída días atrás. Estoy mirándolo mientras relleno de agua una botella grande de plástico. Le saludo diciéndole hola y buenas tardes, pero hace no escucharme o en realidad no me escucha, que más da digo para mí. Los maleducados son así, vivan en manada o no.
Tendrá alrededor de unos 50 años, gafas graduadas tan corrientes como un bebé bonito, lleva unos pantalones de esos que solo un adulto serio se puede poner, como si su alegría por la vida (si alguna vez la tuvo) hubiese desparecido de pronto un día cualquiera, precisamente ese día que estaba poniéndose esos pantalones. Una chaqueta de un color cercano a la melancolía adorna la parte superior de su cuerpo, un color que oscila entre varios matices de gris, pero ninguno en particular.
Yo sigo a mi quehacer, hoy la fuente echa muy poco, porque aunque llovió hace poco no llenó suficiente el espacio que había que llenar con la caída de las lágrimas de los dioses.
Casi al punto de acabar con mi tarea el señor solitario me habla, me cuenta algo referido al pH del agua y que hoy en día es más importante para todos alguien que sea un sibarita con el agua y que la sepa distinguir. que la misma persona con el vino.
Me voy casi cortando en seco la conversación, un paso cada vez que el me quiere contar una cosa, Hasta que se calla y yo me alejo con el preciado botín del agua en mi poder.
Es curioso que hasta la gente solitaria necesite el contacto aunque sea mínimo por medio de la voz con otro ser humano.
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