Salgo a tomar el aire. El bar está casi vacío, para ser jueves es un rareza, debería estar atestado. Debe ser que fuera hace un día de perros, no es que llueva solo es que caen chuzos de punta. De esos días que dan casi miedo.
Ella sale a fumarse un pitillo. Me mira con una mezcla de ilusión y tristeza. En su mirada hay desconcierto y esperanza a la vez, debe ser que al verme algo en su interior le ayuda a estar mejor. No es que yo sea un dios totémico, más bien soy un ser cercano. Eso es lo que ella busca en estos momentos de penumbra.
Me comenta que ya no va a trabajar en ese sitio nunca más, que su jefe es un desgraciado. Me lo cita con esas mismas palabras. Ni una más, ni una menos. Que la ha decepcionado. Vaya, le digo yo, otra mujer buena que ha sido decepcionada, la verdad deberían de darnos un buen tirón de testículos cada vez que hiciéramos eso los hombres. Una mujer buena es igual a un ángel sobre esta tierra fea y hostil.
Yo la intento consolar de un modo natural, intentando decirle que va a encontrar algo mejor y muy pronto, pero a cambio solo obtengo una media sonrisa y una mueca triste. No quiero más y no necesito más.
Me encantaría gritarle en ese momento que yo la ayudaría y le daría un futuro perfecto. Un mundo lleno de cascadas de felicidad, llenas de días de miel y noches de luna con forma de queso.
Pero sería falso, así que me callo y la veo partir dentro de su cueva de desesperanza.
Yo miro hacia la fría noche y pienso que es hora de partir.
Emprendo el camino hacia casa con el alma literalmente en los pies pero mi nuevo yo me impide estar triste y me da un empujón de compadreo.
Es lo que tiene tener una buena alma de amiga redentora.
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