En su mano izquierda un reloj hermoso llevaba, dorado y negro a partes iguales. A veces daba la hora, había días en que se atrasaba pero era feliz porque sabía que estaba atado a algo más grande que el: El Tiempo. Sí, el tiempo en mayúsculas.
El Tiempo era todo y nuestro protagonista solo una mota de polvo tendiente a borrarse, un sueño soñado tal vez por un niño malcriado, un chispazo de luz en la inmensidad del universo, es decir, era nada. Por eso, cada que vez que miraba fijamente a su reloj con una sonrisa, era feliz.
No importaba la lluvia queriendo entrar por su balcón o si le había ido mal con su jefe, El sentía dentro de su corazón que había seres como el que lo miraban a través del tiempo y del espacio. Y así, ya nunca se sentía solo, perdido, insignificante.
Para los otros (así llamaba él a los demás) el tiempo no era importante, nunca se paraban a hablar con el, a preguntarle que tal le iba, porque estaba enfadado. Y claro, así les iba, siempre corriendo de aquí hacia allí sin parada, sin descanso.
Siempre que estaba triste miraba a su reloj dorado y una pequeña sonrisa salía a flote en su triste cara.
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